Hard Eight: La suerte del aprendiz

Posted: miércoles, julio 24, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , , , , ,
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La primera secuencia de Hard Eight (1996) muestra cómo inicia la relación de un mago con el aprendiz que aparentemente ha elegido al azar. La película no hablará de magia, ni tiene elementos de fantasía. Hablar de un mago y de su aprendiz es una manera de señalar la autoridad de un personaje y la ingenuidad del otro. Aunque desde un punto de vista poético, Sydney cuenta con la cantidad de magia inesperada que puede convertir a un ser humano en el protagonista de una historia ejemplar. En su cortesía de lobo solitario, en sus trucos de tahúr virtuoso, en su gentileza de hombre valiente y en su gallardía de amante en retirada está cifrado el secreto que se mantendrá latente a lo largo de la película y que explica por qué este hombre curtido con la experiencia del inframundo urbano, adopta a un don nadie que encuentra a la deriva en un restaurante de la carretera.

La carretera es en el desierto de Nevada, muy cerca de Las Vegas. El don nadie es John, que está sentado junto a la puerta del restaurante como un mendigo o como un derrotado o como las dos cosas al mismo tiempo; lo cierto es que no se hace complicado adivinar que no tiene en qué caerse muerto, como suele decirse, o adivinar que si cayera muerto de repente nadie lloraría por él y a lo mejor su cadáver sería tan ínfimo como los escombros que el viento hace rodar en los pueblos fantasma. Por suerte ahí está el hombre misterioso, Sydney, presente desde el primer cuadro del filme, que se acerca a John dándole la espalda a la cámara, despacio, con la determinación lenta de quien tiene claro su objetivo. “Lo va a matar”, es en lo primero que uno piensa. O como el personaje que se alcanza a ver al fondo es tan pequeño, a lo mejor esta sombra que se acerca lo que quiere es asaltar el lugar. Dar un golpe criminal para desatar la trama. Y si no lo va a matar y tampoco cometerá un atraco, en todo caso, lo que augura la parsimonia del traveling que sigue de cerca a Sydney, cuyo rostro aún no se conoce, es un acontecimiento nada bueno que quizá involucre violencia o trágicas revelaciones. Sin embargo, sucede algo todavía más inquietante: lo que hace el hombre misterioso es invitar a John, esa figura diminuta que se fue agrandando a medida que la cámara se acercaba, a un cigarrillo y un café.

La secuencia de apertura del primer largometraje de Paul Thomas Anderson se encarga de perfilar la identidad de los dos personajes principales. Lo hace mostrando una primera experiencia de aprendizaje en la que el veterano le muestra al principiante cómo hacerle creer a un casino que se es un gran apostador cuando solo se tienen unos pocos dólares. No sobra decir que es una secuencia intensa, emotiva y brillante. El diálogo inicial deja claro, sin ser explícito, por qué John es un perdedor, cuánto perdió, cómo lo perdió y cuánto necesita ganar para enterrar a su madre. El hombre que tiene al frente, Sydney, de ojos claros y una piel en la que se amontonan las marcas de amargas aventuras, es un salvador de náufragos que no revela sus motivos y habla como si tuviera bajo la manga una carta que, además de sabio, lo hace imbatible. Las imágenes iniciales que Anderson agrupa para describir un ambiente y crearle una atmósfera lógica a la trama se acoplan con el ritmo ascendente que Scorsese usó un año antes en Casino (1995). Y para la época en que se estrenó Hard Eight –fue exhibida por primera vez el 20 de enero de 1996 en el Festival de Sundance-, tampoco era difícil que algunos la asociaran con la obra de un nuevo realizador que dos años atrás había conmocionado a la industria con su segunda película: Pulp Fiction. Aunque Anderson modera la violencia, a diferencia de Scorsese, y si su primera película tiene algo de humor, lo expresa de un modo tan sutil que para describirlo podría usarse toda la escala de grises en lugar de hablar del humor drásticamente negro que caracteriza, por ejemplo, a Tarantino.

El debut de Paul Thomas Anderson no estuvo rodeado de una gran parafernalia, la película no contó con el músculo omnipotente del mainstream para garantizar su distribución global, pero los pocos críticos que la vieron reconocieron en este realizador a una promesa con voz propia y con carácter y con las bolas que se necesitan para ejecutar un nado estilizado en el estanque de tiburones de la industria. Las mismas bolas que uno le atribuiría a Sydney, el personaje principal de su ópera prima, aunque para aquel entonces, es seguro que Anderson se sentía más cómodo identificándose con John, pues él también era un aprendiz.

Se me hace interesante pensar en el personaje interpretado por John C. Reilly como un alter ego del propio director. Anderson también fue premiado por el azar, que lo puso bajo la protección de tutores experimentados que le enseñaron a contar bien una historia y a llevar a buen término una primera producción de la cual sentirse orgulloso. Claro que él podría sentirse ofendido si se afirma que su carrera es producto del azar, esta palabra no existe en su mundo así sea uno donde llueven sapos del cielo. Antes que el azar, está su talento y una actitud temeraria que lo convirtió en el protagonista de su anécdota más conocida: con el dinero que su familia le dio para pagar sus estudios universitarios, él decidió hacer su cortometraje, Cigarretes & Coffee, en el que reunía elementos clave del film noir que admiraba. Este cortometraje es a su vida de cineasta lo que el combustible es a los misiles balísticos: una fuerza súbita, breve y efectiva.

Así sucede la cuenta regresiva para impulsar a un director de cine por los aires: (9) mientras trabajaba como asistente de producción en un especial de la PBS, Anderson conoce al admirable, al clásico, al garboso Philip Baker Hall. (8) Anderson le muestra el guión de su cortometraje. (7) Baker Hall, interesado en la historia, decide involucrarse. (6) Anderson y Baker Hall y un puñado de actores más ruedan la película de 24 minutos. (5) Anderson debuta con su cortometraje en el Festival de Sundance de 1993, llamando la atención de los organizadores. (4) Los organizadores invitan a Anderson a que regrese, en junio de ese año, al laboratorio de guionistas de Sundance. (3) Anderson acepta, participa en el laboratorio y escribe el guión de Hard Eight que se desprende de una de las historias de su cortometraje. (2) Anderson se le mide a los entuertos de la producción: conseguir presupuesto, hacer casting, buscar locaciones, sufrir por plata. (1) Dos años después, en 1995, Anderson rueda en Reno su primer largometraje con un elenco de lujo que incluye a Philip Baker Hall y a John C. Reilly en los papeles principales, y a Samuel L. Jackson y Gwyneth Paltrow como personajes secundarios que desencadenan los giros de la trama. (0) Ya sabemos hasta dónde lo ha llevado ese primer impulso.

Es difícil pensar que detrás de Hard Eight hay un principiante. Es una realización cuidadosa y densa que hace hincapié en la descripción psicológica de los personajes. El enigma es simple: ¿por qué un desconocido de pasado indescifrable adopta como pupilo a un perdedor? Pero la forma de resolver la pregunta es compleja, pues demanda una puesta en escena en la cual los personajes van construyendo el clímax central a partir de la esencia de su carácter.

Sydney es caballeroso e incondicional, esto lo lleva a querer enmendar los errores de John que, por ser impulsivo, desventurado e ingenuo se convierte en presa fácil para Clementine (Paltrow), mujer de pocas luces que hace de su sensualidad una fuente de ingresos, actividad que en ocasiones la pone en situaciones peligrosas como la que el rufián malsano y aventajado Jimmy (Samuel L. Jackson) aprovecha para chantajear a Sydney so pena de revelar ese secreto que lo empujó, dos años atrás, a responsabilizarse por la suerte y el destino y, en últimas, por la felicidad de John, a quien estima casi como a un hijo. Bajo esta red de vínculos palpita a lo largo de la película un corazón negro del cual brotará en algún momento un chorro de violencia.

Y todo sucede en un escenario (Reno, sus casinos y su invierno) que se ciñe bien a esa especie de melancolía que todo el tiempo le está respirando en el pescuezo a los protagonistas de la historia, recordándoles que están arrinconados en medio de un knock out eterno, un knock out del que no saldrán bien librados, que los dejará con la boca sin dientes, los bolsillos vacíos y la piel reventada. Aunque también hay una aceptación latente de la fatalidad que a todos les ayuda a convivir con su suerte, casi siempre mala, sin que necesariamente eso signifique que deban estar resignados o acostumbrados a esas circunstancias malhadadas. No. El final que les espera no es trágico, sangriento, ni mortal aunque todo en la historia -su atmósfera de callejón- indique lo contrario. En el cine de Paul Thomas Anderson la muerte es de mal gusto y solo hace parte del decorado. Además, no es un cine aleccionador. Anderson se cuida de retratar en su ficción a seres humanos tan ambiguos como los del mundo real, con flaquezas, miedos, dudas continuas y virtudes que los vuelven extraordinarios.

En Hard Eight, Sydney es quien posee esas virtudes magníficas que lo convierten en el personaje que mejor representa el estilo de Paul Thomas Anderson de aglutinar la tensión en una de las figuras de la trama. En sus películas posteriores irá refinando su tendencia de convertir a un solo personaje en el núcleo gravitacional de la historia, incluso en aquellas con una estructura coral como Magnolia o Boogie Nights. En una etapa más cruda de la producción, el título elegido para la película era Sydney, como su protagonista, pero un consejo recibido en buen momento lo hizo tomar la decisión de cambiarlo por el juego de palabras que hace referencia directa al ámbito de apostadores impenitentes en el que se desarrolla la historia. En una mesa de dados, quienes apuestan al hard eight esperan barrer con la casa sacando un par de cuatros. En la obra de Paul Thomas Anderson esta parece una primera puntada de su manifiesto como artista que apuesta al todo o nada y siempre espera ganar transitando el camino difícil.

Intimidades de la peste empresarial

Posted: jueves, julio 18, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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Para una nación que lleva tanto tiempo deslumbrada por un estilo de vida engañosamente utópico, es difícil maquillar su decadencia. En la película del director australiano Andrew Dominik, Mátalos suavemente (2012), el escenario, las líneas de diálogo, la actitud de los personajes y hasta el ruido de fondo, se encarniza en esta idea. A pesar de que su estética y su trama se enmarcan en el territorio del cine negro, el espíritu del filme tiene un sabor a thriller político que la dota de ironía y esa clase de humor que hace sonreír con nerviosismo.

Para empezar, Mátalos suavemente carece de héroes. Los seres humanos que la protagonizan apenas son dignos de portar la etiqueta de la especie, y el retrato que el director hace de cada personaje parece con la intención de plantar un espejo ante ciertos individuos para que vean en ellos el reflejo de sus pecados. Si el fantasma de las navidades futuras se apareciera en la habitación de algún líder imperial -un Obama, un Bush, un McCain- lo llevaría a pasear de la mano por las calles de esa ciudad arrasada y deprimente que le sirve de escenario al director para contar la historia de un puñado de criminales sin escrúpulos encabezado por Jackie Cogan, asesino de corazón frío que conoce la verdadera naturaleza de su comunidad americana.

Omitiendo el ruido de fondo que constantemente surge en las escenas para recalcar que la obra no habla de gángsters sino de otra cosa, se puede reconstruir el esqueleto de un drama criminal de los clásicos, basado en la novela Cogan's trade del escritor George V. Higgins. Frankie, Russel y la “Ardilla” son tres rufianes de baja categoría que planean asaltar una partida de cartas de la mafia, confiados en que la culpa caerá sobre Markie Trattman, un gángster que cometió un golpe idéntico un par de años atrás. Sin embargo, su treta no permanece encubierta por mucho tiempo y los señores de la mafia contratan al asesino Jackie Cogan para ajusticiar a los torpes maleantes.

La síntesis del argumento le da una apariencia convencional a Mátalos suavemente. Tiene crímen y venganza, tiroteos mesurados, palizas lacerantes, el ejercicio de una sexualidad sórdida y, sobre todo, personajes con moral de letrina. Especialmente en el último punto, la película tiene uno de sus mayores logros. La dirección de actores es una de las fortalezas de Andrew Dominik, como lo demostró con El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), en la que extrajo de Brad Pitt una interpretación mustia y perturbada que fusionaba la figura tradicional del forajido legendario con el carácter apesadumbrado de los personajes trágicos de Shakespeare. Para esta ocasión, Dominik volvió a encargar el rol protagónico a Brad Pitt cuya apariencia y actitud parecen el resultado del apareamiento entre Scarface y Gordon Gekko. Junto a Brad Pitt están los hombres que uno espera ver en una película de gente mala: Ray Liotta soporta las dolorosas desventuras de Markie Trattman. James Gandolfini aparece como Mickey, asesino a sueldo superado por asuntos de faldas en el declive de su carrera. Sam Shepard hace una aparición breve pero su personaje, Dillon, levita en los diálogos y en la trama como una temible deidad. Richard Jenkins es el portavoz enviado por los padrinos sin identidad ni rostro que deciden la suerte de los subordinados. Y aunque por el momento no son tan célebres, Scoot McNairy y Ben Mendelsohn interpretan el papel de los ladrones Frankie y Russel, cuya interacción tiene la química que se puede esperar del encuentro entre un cerdo y un gorrión, siendo Russell -no se puede negar la contuntende verdad- un fantástico cerdo.

Pero la adaptación que escribió el propio Dominik rebasa los límites del género en el que se encasilla la película, pues de los diálogos, el escenario y la musicalización de las escenas resulta un entramado simbólico que no hace otra cosa que hurgar en las heridas gangrenadas de América la presuntuosa. En la novela original, los acontecimientos tienen lugar en Boston, sin embargo, la película no tiene una ubicación determinada. Fue rodada en Nueva Orleans, pero Dominik la muestra como una ciudad sin nombre. Cuando en las entrevistas le han preguntado por sus locaciones él se refiere a ellas como Anytown, cualquier ciudad ruinosa afectada por la crisis económica reciente.

Por otro lado, el telón de fondo conjuga la crisis bancaria con la desesperada campaña electoral de 2008, cuando los candidatos presidenciales se empeñaban en prometer una fórmula mágica para conducir al pueblo hacia la merecida felicidad. Sus promesas y filosofías huecas suenan todo el tiempo a lo largo de la película. Mientras los personajes tienen sórdidas conversaciones sexuales, concretan transacciones homicidas o recatean la carnicería, la voz de los candidatos surge desde los televisores cercanos y los pasacintas. Quizá una manera de señalar a los ideales centenarios de esa poderosa nación como una mapostería frágil que se desmorona ante nuestros ojos. Los diálogos entre Jackie Cogan y el vocero de los jefes de la mafia subrayan esta idea. Negocian la ejecución de hombres como si transaran acciones de la bolsa, las ordenes provienen de poderosos innombrables que operan, como se señala en una de las conversaciones, con pestilente método empresarial y en las réplicas finales que escuchamos de Cogan queda resuelto el sentido básico de la película: el mundo es una mierda y todos estamos solos.